viernes, 18 de diciembre de 2009

Yo, mi, mío (I, me, mine)


Estamos hablando de una categoría espiritual y no psicológica, una categoría holística que incluye el “yo”, pero no solo es el “yo”, ni el “ello” ni el “superyo”: son todos ellos combinados y aun más.

Es tu esencia como persona, creas o no en las almas, la vida ultraterrena, en el Paraíso o en el Edén, o te coloques en una filosofía de corte Oriental y creas en la transmigración del alma: hablo de la esencia de ti como persona, si quieres lo puedes llamar alma o colocarle cualquier otro epíteto.

Empecemos por el comienzo… nos socializamos a través de nuestros padres, primero nuestra madre, luego inmediatamente nuestro padre, los hermanos y abuelos, y con el tiempo con nuestros pares. Esa socialización incluye aprender normas, aprender que es lo importante y que no, etc.

Ese aprendizaje deja afuera, de a poco, nuestra percepción del mundo como pequeños, como niños: el niño desaparece gradualmente incorporándose a la sociedad que elabora sus adultos. No significa que la infancia sea un proceso desagradable: muy por el contrario, somos lo que alguna vez fuimos, pero olvidándonos un poco de nosotros…

Se pueden colocar miríadas de ejemplos: ¿qué niño teme a una serpiente, a una rata o a una cucaracha? Respuesta: ninguno. Aprendemos a temerles, pero somos en esencia curiosos: un niño mostrará curiosidad por el animal pero nunca le temerá a no ser que el animal le haga algo o que los padres le informen (acompañado a veces de un dedo índice diciendo “no debes acercarte”). Incluso, sensaciones como el asco, repugnancia, lo agradable y lo que no es, son aprendidos desde niños. No se trata de cuestiones atávicas, primitivas y esenciales en nosotros en tanto seres humanos.

Lo mismo sucede con la materialidad, lo cual nos afecta y mucho: de niños somos felices con muy poco, una hoja recogida del suelo, piedritas, caracoles traídos del mar, etc., nos hacen muy felices.

A medida que crecemos la sociedad por medio de la familia, la escuela y otras instituciones nos conforman de otra manera: lo esencial se aleja de nosotros, aprendemos a vivir en sociedad, poseer y ser ambiciosos. Muchas veces enloquecemos por seguir una “regla”, un “canon” que define a nuestra vida: la edad en que debemos recibirnos o egresar, la edad en que debemos casarnos, tener hijos, lograr ese puesto en la empresa, no “holgazanear” y buscar progresar.

Los que hacemos antropología y sociología sabemos que tan caro puede ser seguir ese “canon”: no en vano los días en que no se trabaja (especialmente los domingos), o en los que cesa toda actividad (como en Navidad o en Año Nuevo), aumenta sensiblemente el índice de suicidios. No hemos alcanzado “lo que se espera” de nosotros, vivimos a partir de otros y no de nuestra propia mirada: la felicidad surge para muchos de esa mirada externa, no lograr que nos enaltezcan, que se sientan orgullosos de nosotros provoca un vacío extremo.

¿Dónde queda aquel niño que era feliz con tan poco? Arena, piedras y hojas…

La búsqueda del Yo, mi, mío (I, me, mine, como en la canción de los Beatles), es un proceso de duelo, inicialmente, y de reflexión continua, que nos permita ser realmente adultos. Duelo porque debemos dejar todo aquello que nos circunda pero que nos da felicidad pasajera para buscar cosas perdurables. Reflexión, porque solo mirándote a ti mismo/a, alejándote de las miradas externas, solo tu, únicamente solo tu sin la mirada de los otros, encontrando la esencia de tu ser, el porque estás aquí y ahora.

El encuentro contigo mismo/a te dará la mayor felicidad y a la vez lograrás que este mundo sea un poco más feliz: la gente en tu entorno también, quizás, busque su Yo, mi, mío, pero aun así, será más feliz porque tu ahora eres auténticamente TU.